El tañer de las campanas se escucha a lo lejos, su sonido rompe el silencio de los bosques cercanos a la comunidad de San Juan Atzingo, en Ocuilan, para anunciar, como cada año, el encuentro del pueblo tlahuica con sus antepasados.
Este acontecimiento que se realiza desde tiempos inmemoriales que ha ido adoptado tradiciones y sincretismos de la religión católica con la cosmogonía indígena, inicia desde el 31 de octubre por la noche.
El primero de noviembre, por la mañana, las campanas de la iglesia anuncian este reencuentro mientras la comunidad se prepara en la delegación para iniciar la ceremonia.
Las autoridades del pueblo inician con la bienvenida mientras el “tlatol”, la lengua ritual sagrada del pueblo tlahuica vuelve a cobrar vida para dar la bienvenida a las autoridades fallecidas.
Las varas de la justicia salen de sus urnas, mientras se toca el teponaztle, para ir al encuentro con el pasado.
Inicia así la ceremonia que celebra la vida y su encuentro con la muerte y que funge como la reafirmacion de la identidad colectiva en un ambiente de devoción en donde el “tlatol”, en voz de los más viejos de la comunidad se vuelve a escuchar para recibir a quienes en vida ocuparon cargos de autoridad en la comunidad, y que, en la tradición colectiva, se convierten en vigilantes permanentes del pueblo.
En la delegación del pueblo se inicia con el montaje de la ofrenda comunitaria, en donde participan las mujeres, mientras los “tlatoleros”, guían a las almas de las autoridades en medio de rezos, el olor del copal y la cera de las velas.
“Para mí, poner una ofrenda es ofrecerle algo a nuestros seres queridos que ya no están, porque volvemos a vivir con ellos, a platicar con ellos, sentimos su presencia, los sentimos aquí en la casa donde están, sentimos que ellos están con nosotros”, enfatizó Maribel Ramírez, representante Tlahuica.
En la mesa principal se depositan las santas varas de justicia, y con respeto, se mencionan una a una a todas las autoridades que se han adelantado a su encuentro con la muerte.
Una vez que las almas han sido recibidas, se coloca una máquina de escribir con papel, los sellos de la delegación, así como el candado y las llaves de la cárcel, ya que, en la tradición, los antepasados llegarán a trabajar ese día.
Toca el turno de las flores y la comida, así como las demás cosas que se han preparado para recibirlos.
En todo momento el “tlatol”, ese lenguaje ritual que pocos conocen, y cuyo nombre viene de la palabra náhuatl “tlatoa” y que significa “hablar”, se escucha en voz de los mayores, porque a través de él, la comunidad mantiene viva la comunicación con sus ancestros, ya que se piensa que todos los difuntos lo hablan. Así, lo sagrado reúne al pueblo en torno al reencuentro con sus antepasados.
“Lo llevamos aquí en la sangre, en nuestro ser, nosotros lo sentimos, lo vivimos, no se va a perder, no vamos a permitir que se pierda porque es algo que nos identifica”, dice Maribel Ramírez representante Tlahuica de la comunidad.
Una vez terminada la ofrenda comunitaria, los habitantes de San Juan Atzingo se retiran a sus casas para recibir a sus seres queridos que han muerto.
El día 2 de noviembre, por la tarde, las campanas vuelven a doblar en San Juan Atzingo, “el lugar”, el corazón latente de un pueblo que despide a sus muertos en medio de fiesta.
Las varas sagradas y el teponaztle regresan al lugar en el que reposan, mientras que el “tlatol”, el lenguaje sagrado tlahuica deja de escucharse en espera del próximo encuentro con los que han estado antes, con quienes han dado forma y continuidad a una celebración que mantiene vivo el sentido de pertenencia de toda una comunidad.